miércoles, 13 de febrero de 2008

MARÍA DEL CARMEN VERGEL


Son las once treinta. El cementerio central de Bucaramanga está libre de culpa, inmaculado, perenne. Tomo algunas fotos ilícitas. A medida que avanzo me siento en uno de esos centros comerciales modernos, con sus muros blancos y altos. El sol ha ido marchitando las flores tal y como tarta de secar mi carne en este medio día. Sin embargo, las paredes están cargadas de color.

Las lápidas son fascinantemente versátiles. Ahí está la de ese niño, con la caricatura de Goku y el escudo del Atlético Bucaramanga adornando. Está aquella de un hombre que tiene pegada una carta escrita por su hija. Muchas de estas lápidas tienen la foto del muerto. Si bien hay quienes muestran un gesto dulce y melancólico en su retrato, hay otras como la de Isabelina, con una mirada perversa que hace respirar hondo y aliviado cuando uno recuerda que está bien muertita. Todo parece ordenado aquí. Los muertos en sus tumbas y nosotros caminando y observando. Pero el ambiente empieza a cambiar, hay lápidas hechas de vidrio a través del cual se puede ver el cajón ya podrido, una tumba con un muro caído, lápidas de cemento rodeadas de mosquitos y con el nombre y la fecha grabadas, me imagino que con una ramita seca.

Sigue haciendo calor, el sol evapora las sustancias y eleva olores desconcertantes. En medio de mi recorrido, encuentro una tumba que me hace cantar: “una de estas tumbas, no es como las otras, es diferente de todas las demás, adivina cuál es diferente de la otras…”. El altar pertenece a María del Carmen Vergel “la niña María del Carmen”. Hay una estatua con la figura de una niña, lleva una capa de tela, dos coronas y un velo, todo del mismo color blanco. Bajo esta escultura reposan los huesos de María de Carmen. Le han encendido velas, le han ofrecido coronas, velos y ligas de novia y de primera comunión. El muro de fondo está lleno de placas agradeciendo los milagros recibidos por “la niña".

Es una devoción admirable, las personas llegan hasta allí, se hacen la señal de la cruz y empiezan a orar al alma de esta persona. Una mujer evade la cerca y se aproxima a tocar la estatua, en ese momento pareciera que su devoción se incrementa, cierra sus ojos, frunce el seño y baja la cabeza. No entiendo muy bien, y no quiero interrumpir las oraciones de esta gente. Me dirijo a las afueras del cementerio, ¿qué de lo que pasa adentro no lo saben los vendedores de velas, flores y estampas?

Ahora lo sé, María del Carmen era una niña de quince años que murió patinando en el teatro Santander. -“Quedó desgarrada como un pollo”- me dijo una señora que vendía velas de colores, –““La niña” hace muchos milagros, usted le pide lo que necesite con mucha fe y ella se lo cumple”-. Comparé esta versión con la de un hombre que se dedicaba al mismo oficio: -“Esa es “la niña”, una vez le devolvió el ganado a un señor que vino desde San Alberto, y él le mandó a hacer una reja, desde entonces todos le piden milagros”-. Este señor me sugirió comprar una estampa de “la niña” en la romería. Entré a aquel cuchitril y me cobraron ¡500 PESOS! por “EL CARNET DE LA NIÑA”, aparece en él la foto de la estatua, la fecha de nacimiento y muerte de María del Carmen y, al reverso, una oración. No puedo negar que toda esta historia me produce escalofrió y, a decir verdad, terror. No puedo dormir sola desde ese día y no dejo de pensar en María del Carmen Vergel.